Como ‘Terminator’ en el día del juicio final, sabiamente Sisters of Mercy se elevaron sobre la tiranía de las máquinas, con su estilo intemporal, denso y oscuro. A la altura de la leyenda, intimidaron como dioses, perfectos, fríos, y distantes, pero despertaron el fervor de los que nacieron con ellos.
Ya no estamos en los 80, época en la que grupos como Psychedelic Furs, Immaculate Fools, o Bauhaus, altamente influidos por Bowie y Reed, se movían a sus anchas en la escena ilustrada del hedonismo. Ahora, la generación MTV demanda mensajes directos y claros, y Sisters of Mercy son crípticos.
Muchos de los que compartieron esta noche de canciones privadas vivieron los primeros esbozos del canal del videoclip, allá por 1981. Los británicos le habían precedido.
Ellos vivieron la revolución de las máquinas, con la primera secuenciación de cuatro pistas (Human League, 1981) y el imperio de la batería programada (Frankie Goes To Hollywood, 1984) y le rindieron homenaje con Doctor Avalanche, el cerebro límbico que les gobierna desde entonces.
Treinta años después, en la era sintética, el combate hombre-máquina alcanzó su apogeo con la repetitiva batería de Avalanche imponiéndose sobre la voz de Eldritch-Connor, pero el salvador de la humanidad contraatacó con otros recursos: una densa niebla digna del Londres del Destripador así como un nuevo juego de luces para encuentros en la tercera fase.
Incluso para los no incondicionales, las ensoñaciones morbosas de los británicos ejercieron un irresistible poder de atracción. Celebraron a todas sus mujeres (Alice, Susanne, Marian) y con especial dedicación a Lucretia, pleno reflejo de su narcisismo, y las mujeres celebraron la presencia mesiánica del efébico guitarrista Ben Christo, que con su magnetismo a las cuerdas reafirmó su fe en el credo de las hermanitas de la caridad.
Fue un espectáculo de nivel para un público devoto que comulgó en el templo del amor, destino final de esta procesión del rock.