Únicamente un riff. Sólo han necesitado uno para abrir una profunda grieta en la armadura que protege mi compostura ante el mundo exterior y me ayuda a conservar la cordura que evita mirar con fatal fascinación la altura que separa la ventana que hay a mi derecha, en su caída de un instante infinito, al asfalto que hay muchos metros más abajo. Realidad inmisericorde, desengañada, de esa que supura claridad imperceptible a nuestros sentidos. Ya no eres durante sesenta minutos y en el proceso renaces como iniciado en la gnosis del corazón y del alma de la existencia títere. Sin pasado, sin presente ni futuro propios. Una chispa de vida, encadenada a otras fugaces formas, que refulge durante un segundo entre miles de millones de segundos.
No hay más. No hay orden, ni sentido. No hay arriba, tampoco abajo. Solo el fluir universal, para el que somos otro trámite intrascendente. Se revela lo inasumible y se hace omnipresente la naturaleza exigua de aquello a lo que nos anclamos con ciega devoción, de aquello en lo que refugiamos nuestra coartada conductiva.
Ophis, el monstruo de Hamburgo, hecho de remiendos de los fragmentos de las cosas quebradas, desfiguradas, de las cosas abandonadas y sin utilidad aparente, alcanza un nuevo estado físico-químico. Retrato de la cópula del funeral-doom y el death en su cenit extático.
Cada canción es un verso de expiración, una resonancia marchita, es otra tribulación imperecedera. La desesperación y la asimilación de la misma. La historia de ‘Carne noir’ hasta ‘Shrine of humiliation’ es la de una derrota sentenciada de antemano. La de todos y cada uno de nosotros. Quedamos expuestos, minúsculos, prescindibles, y mezquinos mientras se deshojan los seis largos temas de este The dismal circle. Los bramidos inmisericordes de Philipp Kruppa encapotan toda la línea del horizonte y te desollan de cada uno de los recuerdos que te puedan transmitir alguna sensación de templanza, de serenidad o de equilibrio, a no ser que tú los encuentres a todos ellos en el más profundo de los desconsuelos.
Steffen Brandes a la batería y Simon Schorneck a las guitarras han sido los últimos en incorporase a esta oda al desgarro y junto a Oliver Kröplin – bajo – han creado letanías tan absolutamente devastadoras como ‘Engulfed in white noise’, ‘Dysmelian’ o la mentada ‘Shrine of humiliation’. Cada golpe de percusión es un grano deslizándose hacia el contenedor inferior del reloj de arena, marcando el letal tempo que nos acerca al final de trayecto, bum-bum. Riffs derramando hiel, reviviendo fantasmas, abrumadores como la promesa incumplida de una eternidad. Graves que se mueven de forma imperceptible, deslizan sus raíces alrededor de tu ser inherente, arrastrándote hacia sus fauces, engulléndote, parasitando la fe que te mantiene erguido y dejándola consumida, escuálida.
Lo ceniciento, lo frío, lo vacuo sellan con firmeza las fronteras de una tierra descarnada en la que el padecimiento es un dios desatado, y la pusilanimidad sensorial una condición inevitable para que las ruinas humanas sea menos aparentes.
No es un álbum para ser escuchado, es un álbum para ser interiorizado y en su mórbido florecimiento, sentirse al unísono, aturdido y fascinado.
Lo mejor
- Asfixiante al límite, no te darán cuartel en ningún momento, y de principio a fin, enfermizamente emocional y adictivo.
Lo peor
- Lo desapercibido que parece estar pasando.